Ernesto, Buda, mi madre, Alan Watts, todos y yo


Igual que mi madre siempre estoy preocupado por algo. Por supuesto que siempre hay razones que justifican una preocupación, aunque todo esté bien, porque lo que está bien puede dejar de estarlo en cualquier momento. Pero ese pensamiento es totalmente falaz porque presupone que lo normal es que todo siempre esté bien, lo cual se sabe que no es así. Me viene a la mente esa leyenda:
Según se cuenta, se acercó una mujer llena de tristeza, con la mirada perdida, buscando a una persona entre los que ahí se encontraban, pues al parecer faltaba poco para que su hijo de su último aliento ya que estaba envenenado por la mordedura de una letal serpiente.

La persona que buscaba era el mismo Buda y era aquel al que la mujer entregaba todas sus esperanzas para salvarlo ya que los médicos, después de revisar al paciente comprobando los síntomas explicaron que no había nada que hacer.

El iluminado la escucho paciente y le dijo a la madre desconsolada que si le traía un grano de mostaza negra procedente de un hogar donde no hubiese muerto ningún familiar tranquilamente podría curar a su hijo de inmediato. La mujer marcho rápidamente al pueblo sin perder ni un instante.

Casa por casa recorrió el pueblo entero, tocando cada puerta que encontró, preguntando a sus ocupantes por si no hubiera fallecido nadie, sean padres, hermanos, tíos o hijos, sin embargo poco a poco vio que en cada casa había ocurrido algún deceso, algunos más reciente que otros que incluso le suplicaban que no les recordara su propia perdida. En casi todos recibió granos de mostaza que le entregaban por compasión después de escuchar su caso sin embargo la muerte ya había visitado a alguno de ellos en algún momento.
El pueblo entero recibió la visita de la dolorida madre quien a su vez poco a poco comenzó a entender, al terminar con las casas del pueblo volvió a encontrarse con Buda quien la observo dándose cuenta que había aprendido la valiosa lección sobre la fragilidad de la vida. La madre entendió que su dolor no era ni mucho menos único, todos han perdido a alguien en esta vida, así que en silencio se marchó a llorar su pena con la bendición de Buda.
Ernesto es un buen ejemplo a seguir: tiene unos años menos que yo, pero comparada con la de él mi salud es la de Michael Phelps, sin embargo vive su vida como si todo estuviese bajo control. Tengo muchos otros ejemplos aunque no tan demostrativos. En realidad, si me pongo a pensar un poco casi todos son Ernestos. Verdaderamente no conozco a nadie como yo, a excepción de mi madre. Agregaría a mi hermano, pero prefiero creer que no se trata de una enfermedad familiar.

Posiblemente la salida de ese laberinto esté en hacer carne que la catástrofe siempre está esperando, que en la vida nunca hay red. Que todo puede desplomarse en un segundo. Un pequeño coágulo que se coloca dónde no debiera estar y la vida se convierte en un calvario.

Alan Wats hablaba de esto mismo en “La sabiduría de la Inseguridad”. Ese libro es extraordinario. La ley de la retrocesión.
“El autor plantea la pregunta: ¿cómo vivir en un mundo de inseguridad? ¿en un mundo privado del consuelo de las tradicionales creencias religiosas? Y la respuesta la encuentra en la ley de la retrocesión: los seres humanos sufren y perecen debido a los esfuerzos mismos que hacen por no sufrir y por no perecer…
Es una filosofía, evidentemente taoista, que enseña que la salvación comienza cuando uno asume no hay "salvación", y que la seguridad surge cuando uno asume su más radical inseguridad…”
Ya viví mis mejores sesenta años y nada grave me ha sucedido, sin embargo desde que tengo uso de razón he sentido miedo: a estar enfermo, a perder el trabajo, a quedarme solo. Todo el mundo tiene ese tipo de miedos, podrán decirme. Yo los siento mucho más profundamente.

¿Cuánto me queda de vida? Digamos que veinte años. ¿Y de vida plena? Diez o quince, en el mejor de los casos. No estaría mal tratar de vivirlos un poco más relajado y eso es responsabilidad únicamente mía. Lo sé pero es imposible. Ahora mismo me angustia que los perros queden sin nosotros veinte días. Será una estupidez, pero la angustia es verdadera.

En todo caso no hay ningún problema que se resista a una bala, pero hay que tener el valor de apretar el gatillo y aunque ese valor existiera, tampoco es seguro que se tenga la posibilidad de solucionar las cosas de esa manera tan limpia.

Alguna vez pensé que sobre la lápida de mi madre haría grabar “se acabaron las preocupaciones” pero no lo hice. Tal vez alguien se tome ese trabajo cuando me toque a mí dormirme para siempre.






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